La muerte física de Michael Jackson parece sorprender más de lo que imaginaba. Leo y escucho estos días, cómo nadie se esperaba algo que yo creo, venía anunciándose desde hacía muchos años. Las habituales cohortes de aduladores y charlatanes televisivos que campan a sus anchas y creen saber de todo y de todos así lo aseguran, mientras vierten barbaridades como lo de “inventor del pop” o “músico revolucionario”.
La prensa del corazón y la víscera está de suerte: ahí tienen un temazo en formato culebrón que llenará los espacios de televisión, y podrán dejar en paz a Soraya y su dicción para el resto del verano. Y eso que no hablaban de un Jackson desde que Janet enseñó una teta en aquella emisión televisiva. Esa es la importancia que le dan a la música, una teta, o una muerte anunciada en la que muchos se empeñan en ver misteriosos enigmas por resolver. Si no, ni la nombran.
No me importa. Posiblemente el pequeño Jackson se ha ganado a pulso esta feria mundial de la gilipollez, donde hasta Belén Esteban tiene algo importante que decir.
Me importa que la muerte física de Michael Jackson, no sea más que el desenlace de un suicidio asistido por todos. Y Michael, el artista, necesita ser tratado con la dignidad que merece. Ni más, ni menos.
Por eso me revienta ver por TV a Berry Gordy, fundador de esa cárcel-hospicio llamada Motown, que tantas alegrías nos dio en forma de canciones, pero que tanto exprimió a sus esclavos y manipuló sus talentos, hablando de Michael como si hablara de un hijo. Valiente sinvergüenza.
Pero ante todo, alucino con la ligereza con la que se trata la carrera artística del músico. Seamos realistas: si nos ceñimos a lo estrictamente musical, Michael nunca se inventó nada, ni revolucionó nada, ni influyo prácticamente en nada. Porque si no, va a resultar que cuando muera Stevie Wonder, uno que sí se lo inventó y revolucionó todo, no vamos a saber qué decir. El propio Michael admitía haberse apropiado de lo mejor de los mejores, algo que en sus mayores éxitos resulta evidente y lógico, y además no les resta importancia ni valor. Porque Michael pertenece a esa estirpe de artistas, como Madonna o David Bowie, que han sabido beber de las mejores fuentes, y rodearse de los mejores talentos, para potenciar una personalidad propia y crear una marca. Pero revolucionar la manera de hacer música, la manera de sonar, eso es otra cosa. Michael fue un gran revolucionario en cuanto al sentido del espectáculo. En eso sí fue el primero, el único, el más grande y el más imitado. Y es por eso, y por unas cualidades interpretativas insuperables y un estilo propio, por lo que se convirtió en eso que todos llaman “rey del pop”.
Porque no nos engañemos: entre los primeros éxitos teledirigidos al frente de los Jackson 5, y las fantásticas grabaciones de finales de los 70 como The Jacksons, la carrera paralela en solitario de Michael es más bien mediocre, rozando en ocasiones lo ridículo. Fue a partir de la edición de On The Wall, ya en 1979, para mí su mejor disco, y gracias a la mano mágica del gran Quincy Jones, cuando Michael se convierte en el Michael que todos conocemos y admiramos. Una racha de grandes canciones y espectaculares campañas que solo le duró un disco y medio más, Thriller (1982) y, haciendo un esfuerzo, Bad (1987). Eso es todo. Porque a partir de ahí empieza el suicidio artístico del gran Michael: megalomanía y excentricidad patológica que se refleja en el color de su piel, y lo que es mucho peor, en sus grabaciones repletas de composiciones vulgares y producciones chirriantes. Un suicidio asistido por sus millones de fans que siempre justificaron sus salidas de tono, y por los que le rodearon y se beneficiaron ante un declive artístico y personal de cuyo final ahora todos se lamentan.
No me importa si Michael fue un pederasta. No se si se beneficiaba a los niños, o los padres de esos niños se beneficiaban más que él; aunque sospecho que esta segunda opción es mucho más inmoral y precisa. No me importa si su piel se clareó espontáneamente o inducida por extraños experimentos. Me importa que su música y su talento palideció hasta pasar de “rey del pop” a “bufón de la corte”, hasta parecer un mal fake, una broma.
Siempre adoré al Michael Jackson que compuso Beat it o Don’t Stop Til’ You Get Enough, al que interpretaba Blame It on the Boogie junto a sus hermanos haciendo bailar a medio mundo, o al que hipnotizaba a todos con sus bailes en el vídeo de Smooth Criminal. Y ese es el Michael que pienso recordar y reivindicar siempre que sea necesario. El genio creador que compuso, puso voz y coreografió, una sencilla canción de solo 117 golpes de bombo por minuto, con una línea de bajo grandiosa, una orquestación contenida, y un estribillo memorable: ese monumento a la música de baile, de raza y de pasión, que se llamó Billie Jean.
Cinco minutos escasos, que serían suficientes para agradecerle su paso por este mundo.

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